Joven cantora, intérprete y creadora, Nadia Larcher ya es referenta de un linaje musical femenino que incluye a artistas como Mercedes Sosa, Teresa Parodi y Liliana Herrero. Su hacer es colectivo y su voz trae a su territorio: Andalgalá. Su repertorio construye ideas políticas y culturales que no olvidan que "el agua vale más que el oro".
La primera vez que Nadia escribió una pancarta que decía “El agua vale más que el oro” tenía 15 años. En Catamarca, los efectos del extractivismo se sienten a flor de piel hace dos décadas y la minería a cielo abierto sacude el modo de vida de las comunidades y divide los humores sociales. Un caso emblemático es el del mega yacimiento minero de oro y cobre Bajo La Alumbrera, que comenzó su actividad en 1998 y hasta hoy produjo cuatro derrames de barros químicos sin cumplir la promesa de trabajo y prosperidad. Frente a estos mega emprendimientos, la reacción. Las asambleas de vecinos y vecinas organizadas vienen denunciando los altos niveles de contaminación en agua, suelo y aire. La minería provoca grietas: sociales, ambientales, políticas. Pero también despierta y organiza.
En abril, Andalgalá se convirtió de nuevo en centro de conflicto. Esta vez por el proyecto minero Agua Rica, tres veces más grande que Bajo La Alumbrera. La policía catamarqueña allanó, hostigó y detuvo con violencia y de manera arbitraria a varios integrantes de la Asamblea El Algarrobo, que se oponen a la instalación de este proyecto minero. Los hechos tuvieron escaso o nulo eco mediático. Otra vez el blindaje.
“El agua vale más que el oro”
“Yo creo que ya en Andalgalá la manifestación forma parte de la carnadura de los y las andalgalenses. Y forma parte de mi identidad pensarme en alerta frente a lo que viene haciendo el extractivismo hace muchísimo tiempo, pero muy agravado en los últimos años en el que la minería se ha convertido en el sostén y en la base de este sistema tecnoautoritario en el que estamos inmersos”, dice ahora, con casi 35 años, Nadia Larcher. Cantora, intérprete, creadora.
“No hay libertad, estamos todo el tiempo online, dependiendo de las comunicaciones. En este momento ya no es una cuestión de los pueblos, es una preocupación global y a la vez hay una reacción fuerte frente eso también. Entonces, es un momento de mucha tensión y dolor para mí —reflexiona Nadia—. Porque, más allá de que la manifestación tiene que ser con alegría porque sino no te alcanza la fuerza para luchar, no puedo encontrarme con alegría al tener que seguir enarbolando carteles que digan ‘el agua vale más que el oro’. Tener que decirlo es una falta de respeto en sí mismo, pero es lo que tuvimos que aprender desde muy chicos”.
“Entonces, no nos queda otra, vamos a seguir diciéndolo hasta que se escuche porque es lo que las comunidades y los habitantes de las montañas, del bosque y del monte vienen denunciando. A mí me parece importante contagiar, que otro sienta también la necesidad de decirlo, por empatía, ósmosis, por lo que sea, pero que suceda”.
Un ciclo entre la tierra y la música
Nadia nació en el distrito de Huachaschi, Andalgalá, en 1986. En su casa natal la música era parte del paisaje y el perfume cotidiano. O se fundía con los cerros, el silencio y el río. Desde las montañas, bajaban coplas y vidalas. “Era siempre en vivo. La música grabada llegó mucho después. Los discos y los libros sobre música llegaron después. También las discusiones sobre la cultura y sobre el hecho artístico. En mi casa siempre se tocaban las mismas canciones, no se hacían canciones propias, sino las que circulaban en la radio”, recuerda. El repertorio de su casa empezó a variar cuando su viejo se fue de viaje a Tucumán y trajo un cancionero de guitarra de Arnoldo Pintos.
“Para mí siempre la música fue un instinto casi atávico y primitivo: reunión alrededor del fuego y cantar todos juntos. Eso fue la música al principio para mí. Después una vez que salí de la situación familiar y conocí a otras personas empezó a llegar todo lo otro: discos, autores, música del mundo, pensamientos filosóficos sobre la música”, repasa.
La primera vez que se compró un casete de música fue en una óptica –¡sí una óptica!- en la que había un melómano que copiaba y vendía los discos que él tenía. El disco en cuestión era Corazón libre (2005), de Mercedes Sosa. “En Andalgalá, que tiene 450 años de historia y que tiene la cuarta minera más grande de Latinoamérica, no hay una escuela de arte. ¡Es tremendo! No hay una biblioteca, no hay una librería y menos una disquería. Es inadmisible que no haya un espacio de formación de arte”, enfatiza.
En su historia familiar hay un fuerte vínculo con la tierra y el trabajo en el campo. Y esa conexión repercute en su forma de ver el mundo y en su música. “Vivía en el pueblo, pero como mi mamá y toda la familia materna de mi viejo eran campesinos, teníamos mucho vínculo con la montaña, la siembra y el pastoreo. De hecho, vivíamos en el pueblo para ir a la escuela, porque mis viejos gran parte del año se la pasaban en la montaña y nosotros quedábamos a cuidado de mi abuela”, recuerda. “Mi abuelo paterno también tenía sus hortalizas y todo el año estaba en un ciclo permanente de siembra, de cosecha, de cultivo, de preparación para la tierra”
A fines de 2013, Nadia se vino a vivir Buenos Aires. “Por ahora”, aclara. “Siento que es un ‘por ahora’ porque vamos a estar obligades de alguna manera a volver a la montaña, al monte, al campo, al río. Es casi una obligación, un instinto de supervivencia volver a aprender tus alimentos, tu abrigo, tu casa y volver a comunidades que puedan sostenerse en la igualdad. Siento que estamos frente al deterioro y desmoronamiento de todo lo que ya conocíamos”.
La voz es un territorio colectivo
En Buenos Aires, la artista materializó un profundo trabajo de búsqueda con el canto, la investigación folklórica y la interpretación que venía realizando desde muy chica. Un ejemplo de ese camino fue la serie documental El país de la vidala (2011), dirigida por Ignacio Lovell, que retrata un viaje por montañas y valles del país en busca de coplas y vidalas. “Fue importante evidenciar que en la voz de otras mujeres y hombres de mi territorio aparecen los colores y las identidades geográficas que tenía mi voz. Que ciertos sonidos solo se generan en determinados territorios”, dice sobre ese documental.
“Cuando me vine a Buenos Aires, no escuché más el sonido de las voces que formaban parte de mi identidad y al día de hoy mis erres siguen llamando la atención. En algún punto, siento que neutralicé la molestia, pero tiende a ser algo ‘grotesco’, porque la tonada te revela distinto”, reflexiona. Ahora, a kilómetros de distancia de su provincia natal, la cantora y creadora está expandiendo una obra sólida, política y potente dentro de la canción de raíz folklórica argentina y latinoamericana.
Ya afincada en su nuevo hogar, en 2017, publicó tres discos junto a proyectos colectivos: el ensamble de música popular Don Olimpio (Dueño no tengo), el dúo experimental con Ignacio Vidal, Seraarrebol (Halo Bestia), y Proyecto Pato (Sobre canciones de Luis Víctor Gentilini). Y el año pasado, en marzo, salió el disco debut de Triángula, un nuevo grupo que comparte con Micaela Vita (voz), Noelia Recalde (voz), Juan Saraco (guitarras), Jonatan Szer (batería y percusión) y Lucas Bianco (bajo).
“Fue un momento importante empezar a escuchar mi propia voz en las canciones, en la composición, que es lo que estoy experimentando ahora con Triángula”, dice quien también reparte su entusiasmo como profesora de lengua y literatura en una escuela de la Villa 31. “Tiene que ver con poner mi propia voz como metáfora de la palabra y el sentir propio. Pero propio muy lejos de lo privado. Propio más cerca de lo identitario, de la experiencia, de lo vivido. Lo propio tiene una mirada, ocupa una posición, puede nombrarse”, precisa.
“Antes de Triángula no abordaba la dimensión visual. Para mí siempre había sido una discusión más ‘superficial’, pero adentro de Triángula estoy entendiendo y aprendiendo que eso también tiene un peso en la estética y que la estética construye una poética. No construimos imágenes de forma posterior a la música. Lo que estamos intentando aprender es cómo se construye una obra con una dimensión sonora, visual, performática y escénica”.
Con el pianista Andrés Beeuwsaert, además, viene trabajando en torno al repertorio de Spinetta y explorando la composición. En todos los proyectos se respeta una misma lógica y ética de trabajo: lo colectivo. Lo grupal y la obra por sobre los nombres propios. Para ella, esa forma de encarar la música no se negocia.
“Es una tensión permanente con el sistema, con los medios de comunicación, con cómo quiere comunicar la industria. La industria y la manera de comunicar lo que prioriza es el individuo. Hoy en día lo que domina son los nombres propios, no tenemos proyectos colectivos. Rápidamente se separa, se aísla y se busca el nombre”, analiza. “Es un espejo y reflejo de lo que pasa en las redes sociales, más allá de que en las redes haya espacio para organizaciones y colectivos. Pero pareciera ser que lo que más vende es lo individual”.
“En este sentido, siento que la libertad es casi como un espejismo. ¿Cuándo tenemos libertad si estamos todo el tiempo atados al teléfono? ¿Es un artista libre quien crea bajo esas condiciones, estar todo el tiempo respondiendo a la vorágine de las redes sociales, por ejemplo?”, se pregunta. “Entonces, a la igualdad y a la libertad las puedo ejercer en espacios de creación colectiva. A veces un nombre propio puede invisibilizar a otras personas que están atrás. Todo el trabajo en la música es un trabajo colectivo. A mí me interesa que sea vea eso también en el hacer, que no esté solo en el discurso. Y eso me ha llevado a generar este tipo de encuentros e ir desarmando la idea del solista”.
—¿Por qué?
—Porque lo que me interesa dentro de la música como política es lo horizontal, lo autogestivo, lo cooperativo, lo igualitario. Es una lucha permanente: estar todo el tiempo hablando de eso y compartiéndolo con los compañeros y compañeras dentro de las grupalidades. Si nos descuidamos, la industria pone el foco sobre una persona e invisibiliza a los demás, porque les molesta. No hay espacio para todes en la industria, hay también un extractivismo en el arte.
La voz ancestral
En la música popular argentina, Nadia Larcher forma parte (o es continuadora) de una tradición musical que entiende a la interpretación como una forma de creación. Una interpretación que es la vez una construcción de pensamiento, conceptualización y un modo de organización de discursos en torno a un repertorio. Un linaje femenino que incluye, por ejemplo, a artistas de peso como Mercedes Sosa, Teresa Parodi y Liliana Herrero, quienes trabajaron en una ética de la memoria. La elección de un repertorio para cantar nunca es ingenua, siempre es política.
De este modo, en el segundo disco del ensamble Don Olimpio, Mi fortuna (2019), conviven canciones de referentes como Leda Valladares, Violeta Parra, Pepe Nuñez, Atahualpa Yupanqui, Amando Tejada Gómez y Jorge Fandermole, con autores más jóvenes, como José Luis Aguirre o del seno mismo del grupo, Santiago Segret y Andrés Pilar.
“La construcción de un repertorio es una de las cosas más difíciles y desafiantes. Porque no solo responde a la razón sino también a algo que te pasa a nivel visceral. Eso que te genera la canción, la obra. Entonces, armar el repertorio tiene un doble desafío. Por un lado, limpiar ese espacio para la emoción y por el otro, construir ideas políticas y culturales”, explica.
Don Olimpo prepara un tercer disco en el que tienen intenciones de “explorar directamente los nuevos discursos”. “Ahora queremos, con toda la experiencia que tenemos, visitar la música contemporánea hecha en el folklore por compositores y compositoras actuales”. De esta manera, aparecen nombres de compositoras como Ana Robles, Luz Galatea, Milagros Caliva e incluso de ella.
—¿La interpretación es siempre una recreación?
—Sí, para mí una política de la interpretación es el proceso creativo. Es decir, la interpretación tiene que tener un proceso creativo en el que haya una transformación. Y como resultado de esa transformación, que es una traducción, la intención es que aparezca una nueva forma de expresión, una nueva obra. Porque una interpretación sin eje en lo creativo termina siendo muy hedonista, ¿no?
—¿Y cuándo encontraste tu voz o tu modo de expresión dentro de la música?
—Es una construcción permanente, siento que está todo el tiempo en un ciclo de afirmación, interpelación, búsquedas, inquietudes, mesetas, renovaciones. No es una certeza sino que es siempre un ciclo de incertidumbres y afirmaciones. Porque en la música la voz es uno de los aspectos más vivos. No solamente por lo que implica una voz en relación a cómo cambia a nivel biológico, sino por todo lo que expresa una voz en esos cambios. Para mí la voz es el sustrato fisiológico de la palabra, pero también del pensamiento y es donde se escucha una vida. Basta con escuchar dos palabras de una voz acongojada que ya se transmite esa congoja y podés inmediatamente intuir qué estaba sucediendo. La voz es uno de los instrumentos más transparentes de la música. Por eso, encontrar una voz es una de las cosas más difíciles que hay porque en esa transparencia se revelan muchas cosas: las influencias, las búsquedas y también las mentirosas o snob. Las otras voces de la tierra
—Volviendo al conflicto en Andalgalá y las detenciones arbitrarias, ¿Por qué creés que no generan repudio o no resuenan tanto estos conflictos en las grandes ciudades como Buenos Aires? Y sobre todo cuando están en juego la tierra, los recursos naturales, y se trata también de un asunto de derechos humanos…
—Es una pregunta compleja y pienso en varias cosas. Pienso en la cristalización de cierto progresismo en relación a los derechos humanos. Como una museificación que es peligrosa, porque lo que hace es fijar determinadas posturas e identidades frente a un tema. Por ejemplo, los derechos humanos, que se han fijado en un momento y en una época y han quedado cristalizados. Entonces, no se permite desde el oficialismo, por la incoherencia que genera, discutir leyes como la de la ley de minería, que es de la década del noventa. De alguna manera, cuando los derechos humanos se vuelven efemérides es peligroso porque después no se puede hacer una extrapolación, no hay una actualización y sobre todo no se trabaja con una identidad política que sea dinámica.
—¿Cómo viste esa cristalización del discurso progresista en lo ocurrido en Andalgalá?
—En el caso de las detenciones en Andalgalá, está en peligro la democracia. Entonces, nuestros referentes políticos, que son nuestro gobernador y nuestro presidente, tienen el discurso de los derechos humanos, pero después no lo pueden aplicar; no pueden proceder en sus políticas de esta manera porque están totalmente amordazados por una política que es global y que tiene al extractivismo como punta de lanza para seguir sosteniendo este sistema basado en un tecnoautorismo.
—¿Y qué se hace frente a eso?
—Frente a esto me parece importante correr la mirada de los discursos más hegemónicos y poner la atención y el oído en los discursos que vienen de otros lados, como el de las mujeres indígenas o en lo que dicen los vecinos en la asamblea o en las comunidades que están buscando otro tipo de vida. Porque nuestros referentes políticos no están pudiendo aplicar y llevar a la práctica una política de los derechos humanos. Y es inadmisible que no se pueda hacer desde lo aprendido, genera mucha frustración. No es inocente que Buenos Aires no se haga eco de lo que pasa en la Cordillera de Los Andes, porque sabemos que detrás de este gran muro lo que se hace es desoír, invisibilizar y que no se instale la problemática, para no tener que tomar alguna acción que genere un sistema diferente. Y eso no se trata de un país ni de una región sino que es una cuestión global. Es muy complejo el tema, pero no decir y callar es lo más peligroso para mí. Y siento que en Buenos Aires lo que pasa es que perdemos de vista el origen de las cosas, como si la verdura o la carne aparecieran mágicamente en la ciudad. Nos desvinculamos del origen, de lo telúrico. Se nos pierde de vista la punta del hilo en la ciudad.agenciatierraviva
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